Desde hace más de 2,500 años los monjes que siguen las enseñanzas de "él iluminado" en el sudeste asiático, salen cada mañana de sus monasterios envueltos en sus túnicas amarillas ocre con una vasija a la calle. La gente piadosa del budismo se acerca a ellos, realizan el "Wai Prah" (la unión de las palmas de las manos entre el pecho y la frente con leve inclinación de la frente con una sonrisa enmarcando la cara) y silenciosamente deja bienes de consumo en la vasija. El monje agradece casi con un susurro y se lleva el arroz, la pasta de dientes, las botellas de agua, el incienso o la fruta a su templo, descarta lo que no puede usar, entrega a la congregación lo que es o puede ser de uso comunitario y cubre así sus más básicas necesidades diarias; es decir vive al día.
Un occidental promedio pensaría que es una forma accesible de mendigar y cubrir satisfactores materiales, una buena técnica frente a la crisis del estancado capitalismo. Pero esta práctica no es una suma cero, a la luz de su contexto es la oportunidad diaria que el monje facilita al fiel para practicar la caridad.
Si bien en los mercados de Chiang Mai, (al igual que en la mayoría de los países de preponderancia budista), se venden kit´s con artículos muy variados, los cuales hacen circular a la micro economía local; es más valiosa la circulación de la práctica de la caridad al reflejarse en "el otro" y ejercitar ese olvidado acto humano que es la solidaridad con el que nada posee, con el que tiene materialmente menos que uno.
Me llama mucho la atención el saludo "wai", en especial por el hecho de que sin contacto físico se logra un acercamiento con nuestro interlocutor, pues uno lo tiene que ver a la cara, y puede aumentar o disminuir el respeto según la inclinación que haga de la cabeza al saludar. Retomar la olvidada costumbre de ver a los ojos a quién saludamos me enfatiza el hecho de que no se trata de ir más rápido para llegar primero lo que nos humaniza en este mundo voraz, al contrario, las pequeñas pausas en el paso constante ayudan para lograr el entendimiento de lo que realmente importa en esta vida.
El ver a los ojos al dar y poder desprenderse de algo efímero de manera diaria, ayuda a romper las cíclicas rutinas de nuestros egoísmo y paradigmas, rutinas que muchas veces limitan nuestra potencia de ser personas plenas. No hay que ser monje asceta o vivir al otro lado del mundo para forjarse a diario e intentar hacer una pausa y preguntarse, ¿qué es lo que lo motiva a uno en la vida? ¿qué acciones le dan plenitud al interior de su ser?
Al paso del tiempo, estoy empezando a entender que lo que en verdad importa son las acciones pequeñas que dejan grandes enseñanzas, no se puede intentar salvar a un país si uno no esta luchando por salvarse a sí mismo.
Nada es tan relevante como para perderse la experiencia vital de ver a los ojos a las personas o de practicar la caridad ante las múltiples oportunidades que la vida nos presenta.